(I)
El beso fue terrible. Quizás fue la pasión la que se abalanzó sobre aquella
silla, quizás esas irracionalidades tan bellas de la Humanidad, o quizás sólo
una persona. Fue un beso instintivo, fue un beso, un beso nietzschiano:
procedente de los instintos más bajos de aquel amor que se materializaba en dos
personas, miles de millones de veces al mismo tiempo.
Y a cada noche nacía un alma, y con ella llegaba un nuevo beso, y con ella
esa pasión cuyas lágrimas se derramaban por su rostro maltratado y marchito.
Aquel beso procedía de las peores irracionalidades humanas: llegaba de las
racionalidades. Fue un beso, un beso nietzschiano, un beso de la muerte: el
hombre muerto mientras igualmente la mente muere en un mar de trombas de torpes
andanadas de besos, besos que llegaban a esos labios que juntándose
intercalaban labiales con trepidantes cacofonías y terrores y rugidos silbantes
de huracanadas sordas.
Con aquel beso nietzschiano, con aquel beso de la muerte por el que la
mayor mafia se conjuraba contra él, su cuerpo quedó paralizado,
sentado en la silla, su mente quedó paralizada, sentada en la silla su cara
pasó a mirar a la pared.
E l cor azónlelatía a
rit mosdes a c ompasados
p or la
tr emenda
excitación-del-goce.
Él mismo se ató la soga a las manos. Aquel beso sistemático (aquél basado
en la creación de un placer que en verdad no era sino no-dolor) apagó toda su
personalidad: él mismo se entregó con inocencia e ingenuidad a aquél monstruo,
su querido raptor.
(II)
Su enfermedad iba a peor. El poder de su raptor crecía sobre él, que seguía
igual, añorando aquel beso que le diese en un triste amanecer de la
Civilización. Su sumisión creció tanto, que ya no se sentía enamorado de un
raptor, sino de un Tirano(saurio): un fósil viviente del que seguía
dependiendo, cuya intimidación se basaba sólo en un absurdo juego de sombras
con cuatro huesos roídos y colocados estratégicamente para agrandarse infinitas
veces al paso de una luz interesada.
(III)
La Pasión lo reencontró, pero ahora había crecido: se había convertido en
mayúscula. Se alimentó del cansancio, del hastío, de la indignación, del
taciturno y monótono pasar del impasible reloj frente a la silla de la Historia.
Las mismas lágrimas corrían por sus mejillas húmedas y sus ojos maltratados. Lo
besó.
Aquel beso procedía de las irracionalidades humanas. Fue un beso, un beso
nietzschiano (también en lo de impronunciable), un beso de la muerte: el hombre
nacido mientras igualmente la mente es madre en un mar de trombas de
tormentosas andanadas de besos, besos que llegaban a esos labios que juntándose
intercalaban labiales con trepidantes cacofonías y utopías y rugidos silbantes
de huracanadas sonoras entre los infinitos ecos del rozar de aquellas bocas que
aspiraban a destruir la Nada.
Él mismo se quitó la soga. Él mismo se levantó de la silla y salió de aquel
tugurio. Él mismo decidió añadirle un par de palabras a su enfermedad, para
crear una nueva demencia que cambiara el mundo.
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